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Sobrevivir en la escollera de Melilla



 

 Este artículo se encuentra en el número de febrero de la revista en papel, a la venta en quioscos y en la  página web. La Marea

Abderrahim camina junto al rompeolas del puerto de Melilla, el lugar inhóspito en el que se refugian él y otros niños. ANDROS LOZANO
MELILLA / Abderrahim Zoglati se subió a un desvencijado autobús con apenas un par de mudas de ropa a la espalda pero con el pecho henchido de ilusión. Aquel día salió de su casa al amanecer confiado en alcanzar un lugar mejor que el que le vio nacer. “Buscaba una nueva vida”, dice. Vivía en Oujda, una ciudad precaria y empobrecida del noreste de Marruecos y a sólo una decena de kilómetros de la frontera con Argelia. Salió de allí con el mismo deseo que un trapecista tiene de no acabar con su cuerpo en la lona.

De aquel viaje sin retorno hace ahora dos años, el mismo tiempo que este adolescente lleva sin ver a su familia. Hoy, alejado de sus padres, malvive en las escolleras del puerto de Melilla junto a otros menores que, como él, tratan de colarse en los bajos de un camión o dentro de un contenedor de los que viajan en los ferrys que conectan a diario la ciudad autónoma española con la Península. Para ellos, la posible recompensa es infinitamente mayor que el riesgo al que se exponen.

“Mi sueño es llegar al otro lado de ese mar”, cuenta Abderrahim, de 16 años, señalando con su mano el horizonte de unas aguas que, a esta hora, cuando la tarde se confunde con la noche en el norte de África, se muestran embravecidas a causa de un temporal. En poco tiempo, cuando la única luz que le ilumine sea la que procede de las farolas del puerto, volverá a probar suerte.

Primero bordeará con equilibrio de funambulista una valla con candado. Luego, lanzará una cuerda por una pared de 12 o 14 metros –qué sabe él–, y comenzará a bajar con cuidado para tratar de adentrarse en el recinto portuario como una sombra sibilina. Lo hará con miedo, sí. Pero también con esperanza. “Me han sacado hasta tres veces de dentro del barco. Me metí debajo de un camión, entre las ruedas delanteras y el motor”, explica Abderrahim, quien tiene dos hermanos residiendo ya en España, uno en Bilbao y otro en San Sebastián.

Dormir entre rocas

Pero el chico, que tras su llegada a Melilla estuvo seis meses en un centro de menores del que se escapó, no es el único que pasa sus días mendigando por la calle y durmiendo entre rocas a los pies del faro de la ciudad. Tiene unos cuantos compañeros de viaje: Aziz, Moacine, Yassine… Normalmente, suele ser un grupo de diez o doce chicos marroquíes, aunque también los ha habido de Argelia y de Siria. Todos ellos menores de edad (desde los 12 a los 17 años) que lograron atravesar alguno de los cuatro puestos fronterizos con Marruecos. Unos lo hicieron de noche. Otros, a plena luz del día, cuando la Guardia Civil y la Policía Nacional andan pidiendo la documentación a los conductores de los coches y ellos consiguen escabullirse entre los porteadores que llevan mercancías de un lado a otro de la frontera.

Moacine Vabomahdi no quiere ni oír hablar de volver a Fez, la ciudad del interior de Marruecos en la que nació hace 16 años. “Ojalá nunca tenga que volver a pisar ese sitio”, reconoce. Es el nuevo del grupo. Lleva poco más de un mes en Melilla. El chico, con cara de niño, cuenta que su padre murió hace años –no recuerda cuántos con exactitud– y que su madre no tiene trabajo. Moacine explica que salió de su tierra natal, “un infierno”, para ganarse la vida “como sea”, aunque de poder elegir, se decantaría por ser futbolista. “Me encanta el Barcelona. Messi es mi ídolo”, dice mirando hacia el suelo mientras da toques con su pie derecho a un balón imaginario. Es su forma de seguir siendo, simplemente, un niño.

Este chaval marroquí cuenta, intercalando su precario castellano con un árabe traducido por sus amigos, que estuvo dos días viajando en autobús por carretera hasta llegar a Melilla. Cruzó de noche, corriendo, el paso fronterizo de Beni Enzar, el más transitado y bullicioso de todo el continente africano. Como sus compañeros de éxodo, asegura que sueña con cruzar ese mar Mediterráneo que de noche, cuando duerme, más de una vez le ha despertado golpeándole en la cara con la espuma de sus olas rompientes y sus bramidos.

“Se pasa muy mal porque vivimos en la calle. Por la noche nos venimos aquí para estar juntos y tratar de colarnos en un barco. Comemos de la basura y de la caridad de la gente”, dice con una entereza abrumadora mientras uno de sus amigos le pone banda sonora a su historia cantando una canción en árabe.


Adiós a Fez

El rostro de Moacine se entristece cuando se le pregunta cómo fue decir adiós a Fez, a su familia, a sus amigos del barrio donde vivía y jugaba entre calles empedradas, sin asfaltar, con corderos pastando a su alrededor. “No me despedí de nadie. Me fue imposible hacerlo. Tan solo unos cuantos de mis amigos sabían que quería marcharme, pero el día anterior a mi partida no les dije nada. Ninguno se enteró. Supongo que, al no volver a verme, sabrían que había partido hacia aquí. A mi madre le di un beso la noche anterior a montarme en el autobús”, explica el chico.

Este fenómeno de llegada de menores a Melilla no es nuevo. Se produce desde hace décadas con distinta intensidad. Tampoco son sorprendentes las fugas del centro La Purísima, donde la ciudad autónoma, que tiene su tutela una vez son detenidos por la Policía Nacional o la Guardia Civil, los instala y los inscribe –no siempre–en el sistema educativo español.

“Aquel que llega al centro después de las 11 de la noche pierde automáticamente la tutela y todo aquello a lo que da derecho. Debe empezar de cero los trámites”, explica José Palazón, de la ONG Prodein, dedicada a la ayuda a la infancia.

“Pero hay otra cosa que los empuja a la calle: el menor tutelado pierde la residencia el día en que cumple 18 años. Si le van a quitar la residencia no le merece la pena seguir viviendo allí. Por eso tratará de viajar a la Península, donde podrá mantener la residencia al alcanzar la mayoría de edad”.

El Defensor del Pueblo ha criticado en varias ocasiones esta forma de actuar del ejecutivo local, del Partido Popular, y de la Delegación del Gobierno. Esta institución lleva alertando desde 2008 de que la extinción de la tutela sólo es posible por las causas estipuladas en el Código Civil, que “no incluyen en ningún caso el abandono voluntario del centro por el menor”. También denuncia la retirada de la residencia cuando el inmigrante alcanza la mayoría de edad.

Cuando cumplen 18 años, jóvenes como Abderrahim o Moacine se ven abocados a vivir en la calle pese a que, de conformidad con la legislación de extranjería, tendrían derecho a renovar su autorización. “Es una política de los gobernantes de la ciudad precisamente para provocar el efecto escapada”, asegura Palazón. La actual defensora del pueblo, Soledad Becerril, ya ha trasladado estas prácticas a la Fiscalía General del Estado para su estudio. La Marea ha tratado de contactar telefónicamente y a través del correo electrónico de manera reiterada con la consejera de Bienestar Social de Melilla, María Antonio Garbín, pero no ha recibido contestación alguna.


“Un, dos. Un, dos…”

El que parece actuar como jefe del grupo de Moacine y Abderrahim se llama Aziz Dinebenis. El chico, robusto, también tiene 16 años, aunque los cinco que lleva viviendo en las calles de Melilla le otorgan una experiencia muy valiosa para el resto de sus compañeros. “Un, dos. Un, dos…”, repite con insistencia mientras lanza sus puños al aire para enseñar sus dotes pugilísticas. “Quiero ser boxeador”, dice lo primero, y vuelve a lanzar sus puños con agilidad, ésta vez, y sin contactar, contra el rostro del periodista. “Mis manos me darán de comer, te lo aseguro”, apostilla con una sonrisa en el rostro.

El chico, nacido en Casablanca, lleva dos años sin saber nada de su familia. Al contar su historia, demuestra que es un obstinado. Pese a que le han expulsado 11 veces de Melilla, otras tantas ha vuelto a atravesar la frontera. “Cuando me devuelven a mi país, no aguanto allí ni un solo día. Según me echan, me doy la vuelta y ya empiezo a pensar cómo volver a colarme”, explica llevándose el dedo índice de su mano derecha a la sien, como haciendo el gesto de darle vueltas a la cabeza.

Aziz narra los sufrimientos que ha tenido que soportar durante estos cinco “largos” años que lleva en la ciudad autónoma. Este joven marroquí cuenta que en verano se baña en las duchas de la playa de Melilla pero que ahora, en invierno, le es imposible porque les cortan el agua. “Ahora no puedo ni lavarme. Si intento hacerlo en alguna fuente, la gente me mira mal”, se lamenta el chico, que insiste en mostrarle al periodista una especie de cueva-zulo donde hacen sus necesidades, justo debajo del faro melillense. “Esto es muy jodido, amigo”, afirma con aparente resignación, aunque parece que pronto olvida los sinsabores de la vida y emprende un combate de boxeo ficticio con uno de sus amigos.

El joven marroquí explica que quiere cruzar a la Península como escala de un viaje mucho más largo. Aziz dice que tiene familia en Italia y en Estados Unidos, pero que prefiere ir al país de la Estatua de la Libertad, de Rocky Marciano o de Joe Frazier. “En Norteamérica me esperan mi abuelo y un tío”, afirma. “Allí conseguiré hacer realidad mi sueño de subirme a un ring”. Y vuelta al un, dos, un, dos…

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